
No es difícil imaginar por
qué falta el toro.
Lo del niño ya es asunto de Buñuel o Almodóvar. O de España.
El diestro (así llaman a oficiante tan siniestro) goza su instante de pavo real. Y como en España el arte de degollar toros se hereda, Manuel Francisco Canales Rivera parece querer iniciar bien temprano a su hijo. Lo echó a la arena. Lo tiene a
los pies.
Esta fotografía tiene su nacionalidad en el orillo. No puede ser tomada en Chile o en Islandia.
Se requiere que debajo de la pringosa arena pisada por padre e hijo se haya asentado un hojaldre de siglos de abundante sangre. Para hacer mártires, armar morcillas y también para forjar la identidad.
Esta foto no huele. Pero quien haya estado al borde de un ruedo después de las 5 en punto de la tarde (y sobre todo cuando el “artista” no acierta con espada ni con puntilla) distinguirá cómo una alfombra roja baja de la res demolida y colorea la arena.
También un acre olor.
Vaharada salvaje, cruda, que gana la platea y es bien olida, lo quiera o no, por millares de sádicos que ni siquiera saben que lo son.
Hace no más de 5 minutos este padre vestido de modo ridículo cumplió su faena (sic) ante un aturdido animal de 600 kilos que unos días atrás vagaba plácido en un cortijo de Cádiz.
Llevaba dos días encerrado en una cajón de madera que, al ser abierto, hará que encare con estrépito y terror hacia la salida que sea.
No irrumpe con “furia asesina” como apuntan las guías de turismo: es que sale con la noche más noche en los ojos. Con el miedo más grande.
Tanta es la luz que lo recibe de golpe que sólo será negro lo que vea. Furioso, desactivado (pícaros empresarios limaron sus pitones), el animal ingresa en el juego de engaños que el heroico (¿?) torero y sus tres heroicos (¿?) asistentes le han tramado.
El disfrazado con flores en la mano y niño en los pies, es el matarife estrella.
Por él, el animal mugirá de dolor muchas veces, y los musiqueros lo aplaudirán con rabiosos pasodobles. En las gradas, los más entusiastas se alzarán motivados como si ellos mismos fuesen el torero, mientas el niño estará gustando un chupachús, sin saber (como el toro) por qué sube y baja esa ola de estruendos.
Sólo cuando del animal hayan chorreado suficientes litros de sangre (a más litros, mayor “temeridad” del torero), sólo entonces la corrida se pondrá solemne y durante unos minutos reinará un silencio colectivo de velorio.
Es el tiempo que necesitará el padre de nuestra fotografía para rematar (sic) la faena (sic).
Aquí es cuando el gladiador ibérico alzará su cabeza como si lo estuviera llamando Dios, sonarán los clarines y, en medio de la ovación, volarán boinas, botas de vino y hasta algún zapato de mujer fatal.
Un minuto después, los monosabios de la ortodoxia taurina retirarán a la rastra al toro que acabará en la carnicería de la Casa de Niños Expósitos o en la de la cárcel de Cádiz. Y se armará la escena:
El torero cerrará su giro triunfal, el fotógrafo Jorge Zapata de EFE alistará su ojo y el homínido que nunca falta donde bulle la multitud le dirá al niño:
-"Ve con tu padre" (o "hágase la foto").
Allí espera hasta que su progenitor baje del Olimpo; le acaricia la rodilla de mármol, lo mira, lo llama.
Su padre no puede escucharlo porque del cielo rueda como un trueno la palabra …
¡ “matador”!
Suena fortísimo. El torero no escucha el
- “papá”.
Son los gajes del oficio. La gloriosa estatua con flores en la mano se mantiene en éxtasis. Necesitará unos momentos más para desactivar el ego, retornar a su condición humana, a su cotidiana identidad, a su papel de padre.
En 1975 aún había sacamuelas en Madrid. En 2007, todavía hay toros.
España no es Europa: es Goya.
Almodóvar alza Oscars por la posmodernidad ibérica, pero estatuas ecuestres de Franco aún agitan a la Península.
Ceremonias como ésta, también. Y las llaman la fiesta.